Recuerdos de
adolescencia.
Queridos amigos,
Somos lo que
vivimos. En la eterna polémica entre la genética y la experiencia me quedo con
ésta última. Nuestras vivencias a lo largo de la vida, desde el nacimiento, nos
van esculpiendo como seres humanos. Lo que somos a través de nuestra herencia
es simplemente el bloque de piedra del que saldrá uno de los muchos seres
humanos que llevábamos dentro.
Desde hace unos
meses he retomado contacto con mis compañeros de colegio. Muchos de ellos
fueron, y ahora son de nuevo, porque quizás nunca dejaron de serlo, amigos muy
queridos. La amistad es una planta que no muere fácilmente. Se marchita por el
descuido pero renace a poco que se riegue y se atienda. Mis compañeros de la
adolescencia se reúnen de vez en cuando. Veo por las fotos que a todos les va
bien en lo que importa, en la busca de la felicidad. Veo que sonríen y bromean.
Uno de ellos, desconectado como yo, calificó una de estas reuniones como “una
experiencia que ha cambiado su vida”. Espero tener esa experiencia en la
próxima ocasión que se presente.
Quiero por tanto
dejarme llevar por la nostalgia de unos años que entonces no me parecieron
felices pero que ahora, con la sabiduría que da el tiempo, sé que lo fueron. La
adolescencia es una etapa dura en la que el mundo se ve con demasiadas
imperfecciones que siempre son culpa de otros. El inconformismo se mezcla con
la incapacidad para cambiar las cosas. En cualquier caso es tan antinatural no
ser inconformista a los quince años como no aceptar que el mundo no es perfecto
a los cuarenta y seis.
Es curiosa la
forma en que la mente selecciona los recuerdos. Recuerdo con satisfacción las
largas tardes empleadas practicando nuevas composiciones de gaita. Una música
que a fecha de hoy me pone la carne de gallina y me traslada al clima triste de
invierno de la tierra que me vio nacer. Música de los pueblos celtas del Océano
Atlántico que me ha hecho conectar con una tierra también muy querida para mí:
Escocia. Recuerdo también las horas eternas jugando al baloncesto, pescando,
andando en bicicleta, jugando al tenis… Con mis amigos. Compartiendo horas de
deporte que el cuerpo ya no aguanta, horas de conversación donde se mezclaba lo
humano y lo divino. Donde se compartían pensamientos, inquietudes y
naturalmente confidencias sobre esta o aquella chica que no se nos iba de la
cabeza ni de día ni de noche.
Recuerdo mis
caminatas al colegio. Media hora cuatro veces al día. De la calle Argentina por
la Arnaveca pasando por delante del colegio de las monjas hasta el cruce de
caminos, los cuatro caminos, donde estaba el taller de zapatería de Emilio “O
Coxo”. La zapatería, con su montaña de zapatos en el centro que no desentonaba
con el desorden general del local, era también centro de reuniones, tertulias y
parte de la vida social de aquel barrio. También era centro de atención
psicológica donde se practicaba, sin ser conscientes de ello, la variante
popular de la terapia de grupo, modalidad conversación, tan efectiva contra la
depresión y otras enfermedades mentales leves. Seguía nuestra ruta por la
carretera general encontrándonos por este orden el cruce con la calle de la
estación, varios comercios, el antiguo cine, más comercios a ambos lados de la
calle, el edificio más alto de la Rúa (conocido popularmente como “la torre”) y
la parte final en cuesta donde la carretera se acercaba a la vía del tren.
El tramo final
estaba constituido por un puñado largo de escaleras diseñado para que con las
prisas llegásemos a clase sudorosos y sin aliento. Imagino que para que
diésemos menos guerra en clase, o sea, parte de la experiencia educativa. Justo
antes de las escaleras había una higuera muy frondosa, supongo que para
oxigenarnos y despertarnos, sobre todo tras el trayecto de después de comer.
Después me fui a
Valladolid, a los alrededores de Madrid y finalmente a Inglaterra, con breves paréntesis
en Francia y Alemania. Buscando algo mejor, buscando cosas nuevas,
desconectándome de aquella etapa, de aquellos amigos, de aquellas experiencias.
Arrastrado por la vida o quizás huyendo, posiblemente de mí mismo, pero tampoco
renunciando a un pasado que ahora reconozco como muy feliz. Es curioso como he
vuelto a conectar con muchas de las personas de aquel entonces como si
hubiésemos estado apartados solamente unos días. Como si nos preguntásemos
sobre un fin de semana de treinta años que hubiera comenzado el pasado viernes.
Queridos amigos,
queridos compañeros, espero veros pronto. Significáis mucho para mí. Sois parte
de mí. Disculpad que en treinta años, increíblemente, no haya tenido tiempo de
pensar mucho sobre ello. He tenido unos días muy ocupados. Me pregunto si al
final, después de romper muchos pares de zapatos, todo aquello que buscaba en
realidad ya lo tenía. No os entretengo más. Nos vemos.
Gracias por
leerme.
Juan Rodríguez
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